A mi penúltimo trabajo llegué por casualidad.
La que por aquel entonces era mi reciente exjefa me recomendó a la que sería mi futura jefa.
Llegué por casualidad y sin estar preparada.
La necesidad, y en este caso no hablo de necesidad económica, hizo que me parase delante de 40 personas ansiosas (o no) de conocimiento, a hablar en público.
Me había intentado librar, tanto en el colegio como en la universidad, de cualquier tipo de exposición. Pánico. Rubor y cosas sin sentido salían por mi boca cada vez que tenía que exponer.
Y entonces, a mis 30 años, ahí estaba yo, parada delante de 40 personas que parecía que me escuchaban.
El primer año lo resumiría como cinco en uno. Fue duro, intenso, retador, bonito y agotador a partes iguales.
Los siguientes no fueron muy diferentes. Fui ganando experiencia y disfrutando del proceso. En ese recorrido hubo algo que nunca cambió. Cada inicio de semestre sentía esas mariposas en el estómago. Expectante ante los grupos de alumnos y alumnas que me recibirán por los próximos seis meses.
Cada inicio de semestre la misma incertidumbre, la misma ilusión y los mismos nervios. Una vuelta al cole en toda regla.
En una ocasión y en plena explicación de una entrega de un trabajo, una alumna me dijo: Alicia, se nota que lo disfrutas un montón.
Que te digan eso en medio de una clase no tiene precio. Saber que transmites esa pasión es algo enriquecedor.
Hace unos días volví a estar delante de un grupo de alumnos. Más bien al otro lado de la pantalla. Fue algo puntual. Igual de bonito. Igual de retador. Mismos nervios.
Se volvieron a despertar las mariposas en la panza y quieren volver a revolotear cada seis meses.
Foto: Pinterest
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